Soy el barón de la Brede y de Montesquieu, llevo muerto más de dos siglos. Pero no puedo resistirme a dar una vuelta cuando veo las atrocidades que se cometen en algunas “democracias” olvidando mi legado. Legado que fue consensuado por las más brillantes mentes de la época y cuyo único fin fue el de hacer una sociedad más justa. Gracias a este legado se han podido conseguir autenticas democracias.
No debemos de perder de vista que el hombre por naturaleza es ambicioso y por lo tanto imposible de conformar. El hombre necesita de un Estado apoyado sobre unas Leyes que si son justas y se cumplen, dará lugar a una convivencia razonable. Todos tendremos que perder algo de libertad para ganar la necesaria convivencia.
Viví a caballo entre el absolutismo de Luis XIV en Francia, mi país, y la monarquía parlamentaria de Inglaterra. Pude evaluar perfectamente tan diferentes formas de gobierno. Tuve la oportunidad de reflexionar con las mentes más destacadas y que mas aportaron a la convivencia social: Loke, Rousseau, Voltaire etc. llegamos a la conclusión que era necesario un Estado fuerte apoyado en unas Leyes justas y “la garantía que perpetuara la fortaleza del Estado en equilibrio con los derechos de los ciudadanos” gracias a la adaptación de las leyes en cada momento a las necesidades y a las demandas sociales.
Acuñamos la teoría de los poderes y contrapoderes dirigida exclusivamente al Estado, al que había que dividir en tres poderes totalmente independientes como son El Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Si alguno de estos poderes supeditaba a los otros, la democracia auténtica no podría existir.
Luego, aquí en España, llegó la democracia y con ella la Constitución que garantizaba la separación de poderes. Todo iba bien, aunque duró poco, justo hasta que Alfonso Guerra sugirió “que hacía mucho tiempo que yo había muerto” a su partido le pareció bien y al Partido Popular…también (seguramente, en ambos casos, pensando en las mismas razones por las que hoy se resisten a la reforma de la Ley Electoral) dando lugar con ello a la prostitución de la democracia, transformada en una partitocracia donde los partidos han dejado de ser un medio para convertirse en un fin.