COSTALERO DE SEVILLA. CAPITULO CUARTO: LOS HERMANOS Y LA SEÑORA

miércoles, 8 de agosto de 2012

Aquella calurosa madrugá próxima al verano, Pepito fue al Mercado de Entradores, para hacer la compra necesaria para reponer de mercancías su puesto de frutas del mercado de Triana. Ligerito de ropa. Qué diferencia de temperatura con el invierno en el que muy al contrario que ahora, cuesta tirarse de la cama. Lo cierto es que las cuatro de la mañana, no son horas para estar levantado, salvo esa madrugá en que la Esperanza de Triana se acerca al mercado donde ya solo la espera ese precioso retablo de Ella misma. Donde año tras año cuando allí llega, evoca una imagen de otros tiempos, cuando en vez de enfrentarse a su retablo lo hacía hacia el locutorio de los presos que albergaba la antigua cárcel del Populo en honor a esa virgen milagrosa que plantó cara a una de las muchas riadas que llegaba a las entrañas de Sevilla. Allí, esa mañana de esperanza, los presos le cantaban saetas a su virgen, tras un largo año de espera, intentando prolongar ese instante, el mayor tiempo posible, para que la espera hasta el próximo año fuera… más cortita. Allí mismo y en ese cuadro, se inspiró Font de Anta para componer su marcha “Soleá dame la mano” en aquella cárcel que tomó su nombre de aquella virgen que nos dejaron los Agustino Recoletos y que se habían instalado en el siglo XVII en un edificio que fue construido sobre el solar ubicado al lado de la puerta de Triana y que le cediera Pedro Antón de la Cerda, ferviente seguidor de fray Luis de león que fue quien redactó las reglas de ese confesión. Fue el convento del Populo, así llamado por tener un azulejo de la Virgen de ese nombre, convento que les servía de puente para su apostolado allá en América, cuando Sevilla era puerto de salida al nuevo mundo. Y así fue hasta 1835 en que tras el decaimiento de la orden fue abandonada por los monjes transformándose en cárcel con el mismo nombre. Nada más llegar al mercado, fue en busca de su amigo Antonio “periódico”, y así compartir con él, el primer café de la mañana. Antonio es un buen amigo, que se inició tarde en el gremio de la fruta y desde esos primeros momentos, se dejó asesorar en los motivos de la compra por Pepito y desde entonces mantienen ese vínculo que diariamente alimentan y aunque hay una diferencia importante de edad entre ellos, pues aquel está próximo a la jubilación, hay un más que agradable entendimiento. Cuando ambos enfilaban el camino del bar y al pasar por una cuartelada repleta de versa, perfectamente dispuesta en manojos y estos haciendo enormes pilas, ya de zanahorias ya de remolacha ya de rábanos, cebolletas, acelgas, montones de coles, coliflores aún con las hojas que las protegían de su viaje desde el campo, todas de preciosos colores avivados por el agua que sus agricultores no dejaban que les faltara. El dueño de esa vistosa cuartelada era Pepe por el que fueron abordados, otro buen amigo, todos los Pepes son buenos, éste se ofreció a que lo invitaran a compartir ese primer café. Pepito accedió a cambio de que aquel, le contara una de las muchas anécdotas que éste conocía de la “Señora”. Pepe es macareno de nacimiento, nada mas nacer, su padre le daría de alta como miembro de la hermandad, su padre macareno, su abuelo macareno, e incluso su bisabuelo, llegó a ser hermano mayor de la misma, la Macarena ha estado presente durante toda su vida. En su establecimiento del mercado de entradores, tiene un azulejo de dimensiones importantes de la Señora que Pepito en mas de una ocasión, sabiendo de antemano que le iba a decir que no, le había pedido que se lo regalara, porque Pepito pensaba: ¿y si le cojo un día tonto y me lo regala? pero no, nunca llegó ese día y en algunos de ellos, le contó el origen del mismo, sin acordarse de una vez para otra que ya lo había hecho con anterioridad. Le contaba a Pepito, que ese azulejo donde la Señora, luce más macarena que nunca, se lo había regalado un amigo suyo, bohemio de profesión, y artista de afición. Lo conoció en un bar tomándose unas cervezas, al coincidir en el cariño que ambos le profesaban a la Señora, y como muestra de esa amistad, el bohemio le regaló el azulejo al frutero. Decía el bohemio que trabajaba cuando le daba la gana y a quien le daba la gana, o mejor dicho, a quién le caía gracioso, no es de extrañar porque Pepe es un tío que cae bien. Mucha gente le ha ofrecido dineros importantes porque le hiciera algún trabajo, pero el bohemio, fiel a su filosofía de vida, nunca entró en un trato donde la contrapartida se limitara exclusivamente a lo económico. El trato de la anécdota por el café, le pareció bastante justo al amigo Pepe, así que prosiguieron los tres amigos el camino para el bar, pasando junto a otras cuarteladas que no desmerecían de la anteriormente descrita, aunque con diferente forma de montarlas y más variedad de artículos, verduras, frutas etc. Una vez acomodados en tres taburetes junto a la barra, “la exaltación de lo bonito hay que hacerlo en cómodas situaciones”, comenzó la narración de la esperada anécdota: Yo nací en una casa del barrio macareno, en la calle Don Fadrique, a la distancia aproximada de una chicotá de la basílica, y fue allí donde tendrían lugar, los siguientes acontecimientos. Contaba yo por entonces con la edad de siete añitos, y mi hermana algunos años mayor que yo se había empeñado ese año en que saliera por primera vez de nazareno, acompañando a la Señora, por aquella época, las mujeres no podían vestir el hábito nazareno en las cofradías. Desde mucho antes de la Semana Santa, se había preocupado de buscar el dinero para hacerme la túnica, me había llevado a que me tomaran medidas, se había preocupado se sacarme la papeleta de sitio, y hasta de comprarme los caramelos, en definitiva, aunque a mi me hacía ilusión salir de nazareno, ella sentía autentica obsesión porque yo lo hiciera, parecía que aunque yo fuera a hacerlo físicamente, era ella la que iba a salir acompañando a la Señora. Cuando llegó el domingo de Ramos, lo tenía todo perfectamente preparado, la túnica ya lucía en su percha, colgada sobre una puerta abierta del ropero de mi dormitorio. Mientras que el capirote con su antifaz remangado, presentando perfectamente el escudo de la hermandad, se podía ver sobre la cómoda de la habitación. Quiso el destino que el jueves santo por la mañana, amaneciera yo con fiebre elevada, y no pudiera moverme de la cama. No podéis ni imaginar el sentimiento que le entró a mi hermana, cuando una vez en mi habitación, me encontró en ese estado. El llanto rompió de forma repentina, nunca hasta entonces, la había visto llorar de esa manera, nunca hasta entonces había observado tanta tristeza en su cara, nunca hasta entonces había observado tanta desilusión, las lagrimas brotaban y brotaban, las mantas de mi cama pues ya ella yacía tirada sobre la misma, casi no eran suficientes como refugio de sus lágrimas. Agotada hasta la última de ellas, buscó consuelo en la oscuridad de su habitación, mientras en su cabeza, una pregunta no dejaba de atormentarla: ¿porqué Madre…porqué? Y mientras esto sucedía, mis padres no sabían como bajarme la fiebre, ni como consolar a mi hermana en su desdicha, las horas fueron transcurriendo y así todo el día sin cambio en la misma situación. Yo quería mucho a mi hermana, y aunque yo no tenía culpa, sabía que ni ella se merecía eso ni yo le podía fallar de esa manera. Así que a la hora prevista y sin que mis padres se dieran cuenta, me enfundé la túnica y el antifaz, y con mi papeleta de sitio en el bolsillo, salí lo más silenciosamente posible hacia la basílica. La fiebre no cedía, los escalofríos se repetían, me encontraba muy mal, pero pensé que al menos, el recorrido desde la basílica a la puerta de mi casa delante de la Señora, tenía que hacerlo y luego cuando mi hermana me viera, subiría y me volvería a meter en la cama. Y en parte así sucedió, pues cuando la Señora llegó a la puerta de mi casa, y yo delante de ella. Como era habitual, toda mi familia estaba en el balcón de la casa .Mis padres seguían tristes y mi hermana, casi escondida tras ellos, aún seguía llorando, pero todavía, con mas amargura si cabe. Justamente cuando estaba debajo de mi balcón, me quité el capirote, para que mis padres y sobre todo mi hermana, pudieran ver, quien era aquel pequeño nazareno que acababa de descubrirse. No os podéis ni imaginar, la cara de sorpresa de mis padres y como no la de mi hermana, que no se de donde sacó mas lágrimas, pues llevaba todo el día llorando, pero ya, las lágrimas no eran de tristeza, muy al contrario, eran de felicidad. Nunca mas he vuelto a ver mayor felicidad en una cara, como la que en aquel momento, pude ver en la de mi hermana. Inmediatamente, todos bajaron las escaleras, mis padres para agarrarme y subirme y volver a meterme en la cama y mi hermana, para abrazarme, y besarme y quererme mucho. Y si antes habían sido las mantas de la cama, las que fueran refugios de tristezas, ahora era mi túnica macarena la que hacía de refugio de alegría. Mis padres quisieron subirme, ¿porqué? Les pregunté yo, pues por la fiebre, ¿quieres morirte? contestó mi madre, ¿Qué fiebre? volví a preguntar yo, abrazado por mi hermana. Me tocaron la frente, me tocaron las manos, la fiebre había desaparecido. Todos a la vez, miramos a la Señora, testigo y única protagonista. Los tres cafés, seguían sobre la barra del bar fríos, fríos, fríos…Tras un largo silencio, Pepito dijo: camarero otros tres cafés.